Hace tres años hice el viaje en coche más horrible de toda mi vida. No fue una larga distancia: de mi casa al hospital, lo que supone un trayecto de apenas 10 minutos. Estaba entonces embarazada de 30 semanas y sufrí una importante hemorragia. Creí que mi bebé no sobreviviría. Tres años después mi pequeño corre, trepa, habla como un lorito, pinta láminas dignas de Kandinsky, hace puzles de 25 piezas, no se cansa de ver Patrulla Canina y adora la pizza, la tortilla de patata y los helados de chocolate.
Atrás quedaron los dos meses en Neonatos, la incubadora, el respirador, los medicamentos, las miles de revisiones médicas de distintos especialistas, las transfusiones de sangre, los electroencefalogramas y hasta la punción lumbar. Y atrás quedó la rehabilitación que nos tuvo dos años peleando contra un retraso severo en el desarrollo y que nos tuvo de consulta en consulta de varias especialidades. Hace ya un año que nos dieron el alta en rehabilitación y me parece que fue otra vida, que son los recuerdos de otra persona, que es imposible que aquel niño que tuvieron que reanimar en numerosas ocasiones durante sus diez primeros días de vida sea el mismo niño que ahora se pelea con su hermano, pinta besitos en su cuaderno de dibujar y lo mismo acuna un nenuco que agita una espada de foam.
Durante mucho tiempo todos los malos recuerdos estuvieron muy presentes. Un año después aún soñaba con los pitidos de las máquinas de Neonatos y los tubos del respirador que lo mantuvieron con vida, pero ahora los recuerdos sólo aparecen de forma ocasional, generalmente cuando veo algún capítulo de Llama a la comadrona o alguna conocida me cuenta un caso de un bebé prematuro. Y hoy. No puedo evitar que por su cumpleaños vuelvan los recuerdos. Por suerte, cada año duelen menos y parece más lejanos. Escribir sobre ello una vez al año es, para mí, una forma de exorcizarlo. De lidiar con esos fantasmas dolorosos que dejaron una huella, pero que ya no me abruman y que el resto del año apenas me inquietan.
No, ya no me agobian los malos recuerdos. Forman parte de mí, claro, a fin de cuentas, hasta el momento, ha sido la experiencia más dura por la que he pasado. Pero ya no hay tristeza. Las revisiones médicas constantes, de las que salíamos agobiados y preocupados, han pasado a ser revisiones anuales y ahora salimos de la consulta del especialista con una sonrisa de oreja a oreja, porque todo va bien.
No, ya no me agobian los malos recuerdos. Forman parte de mí, claro, a fin de cuentas, hasta el momento, ha sido la experiencia más dura por la que he pasado. Pero ya no hay tristeza. Las revisiones médicas constantes, de las que salíamos agobiados y preocupados, han pasado a ser revisiones anuales y ahora salimos de la consulta del especialista con una sonrisa de oreja a oreja, porque todo va bien.
Lo más tranquilizador de todo es que esos recuerdos son sólo míos. O de mi marido, Pero que nuestro hijo no recuerda absolutamente nada de lo que pasó ni lo hará nunca (y el mayor, demasiado pequeño entonces, tampoco lo recuerda). A día de hoy mi hijo pequeño es un niño como cualquier otro: un niño que va a la escuela infantil, que imita a su hermano en todo, que busca el consuelo de papá cuando se cae y los mimos de mamá cuando está cansado. Un niño alegre, inquieto y curioso, un poco payaso y algo trasto que descubre el mundo fascinado.
Ahora contemplo el feliz crecimiento de mi pequeño, consciente de que el tiempo pasa rápido y que crece a toda velocidad. Es fascinante ser testigo de las distintas fases de su crecimiento, de su evolución personal y cómo se van marcando los rasgos de su carácter y van cambiando sus gustos. Me encanta verle jugar con su hermano, por el que siente adoración. Le quita a su padre el tomate de la ensalada (le encanta), monta con habilidad en su bici sin pedales y hace sus pinitos con el patinete de su hermano. Habla sin parar de caballos (son su obsesión), cuenta todos los escalones del portal con los números bailados, me pide que le lea cinco, seis, siete cuentos seguidos (nunca se cansa), disfruta cortando plastilina y pintando con los pinceles, le dan miedo los perros y le cuesta recoger los juguetes, pero es el primero en ofrecerse a ayudar cuando hay que poner la lavadora o la mesa. No es dado a rabietas, pero hasta hace poco, cuando quería manipularnos, se tumbaba en el suelo muy quieto con cara de pena, como un huerfanito de Dickens (yo lo llamaba "hacer de Oliver Twist"). Estamos en abril y sigue cantando villancicos y preguntando que cuando vamos a ver Cortilandia. Le gusta disfrazarse de vaquero, tirar piedras al río y ver trenes. Es un niño muy activo, al que es difícil seguirle el ritmo y es habitual encontrarle lleno de cardenales, arañazos y pequeñas heridas porque va de cabeza a todo lo peligroso. Como veis, nos tiene muy entretenidos.
Ahora contemplo el feliz crecimiento de mi pequeño, consciente de que el tiempo pasa rápido y que crece a toda velocidad. Es fascinante ser testigo de las distintas fases de su crecimiento, de su evolución personal y cómo se van marcando los rasgos de su carácter y van cambiando sus gustos. Me encanta verle jugar con su hermano, por el que siente adoración. Le quita a su padre el tomate de la ensalada (le encanta), monta con habilidad en su bici sin pedales y hace sus pinitos con el patinete de su hermano. Habla sin parar de caballos (son su obsesión), cuenta todos los escalones del portal con los números bailados, me pide que le lea cinco, seis, siete cuentos seguidos (nunca se cansa), disfruta cortando plastilina y pintando con los pinceles, le dan miedo los perros y le cuesta recoger los juguetes, pero es el primero en ofrecerse a ayudar cuando hay que poner la lavadora o la mesa. No es dado a rabietas, pero hasta hace poco, cuando quería manipularnos, se tumbaba en el suelo muy quieto con cara de pena, como un huerfanito de Dickens (yo lo llamaba "hacer de Oliver Twist"). Estamos en abril y sigue cantando villancicos y preguntando que cuando vamos a ver Cortilandia. Le gusta disfrazarse de vaquero, tirar piedras al río y ver trenes. Es un niño muy activo, al que es difícil seguirle el ritmo y es habitual encontrarle lleno de cardenales, arañazos y pequeñas heridas porque va de cabeza a todo lo peligroso. Como veis, nos tiene muy entretenidos.
Aún recuerdo aquel viaje en coche. Estaba, sobre todo, muy asustada y sólo pensaba en llegar al hospital cuanto antes. Los diez minutos más largos de mi vida. Pero ya no duelen. Porque, contra todo pronóstico, mi niño sobrevivió y salió adelante y venció todos los obstáculos. Por eso, a día de hoy, más que recuerdos dolorosos, a veces me sorprendo mirándole embobada, asombrada de cómo es mi hijo, de todo lo que sabe hacer, de toda la vida y energía que derrocha y, ante todo, agradecida por poder asistir al increíble milagro de su infancia.
¡Feliz cumpleaños, pequeño!