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Más feliz que una perdiz

Mi marido ha estrenado coche. Bueno, es uno de segunda mano, pero está tan bien cuidado que casi casi parece que acaba de salir del concesionario. Y está como un niño con zapatos nuevos: nervioso, alegre y con ganas de llevarlos puestos todo el rato. Bueno, en este caso, de conducirlo todo el rato. Lo recogió ayer por la tarde y desde ese momento todo ha sido hablar del coche nuevo. Hubo que salir corriendo a dar una vuelta, con los niños a medio merendar y mi memoria del congreso a medio terminar. Todo daba igual. Había que ponerse a dar vueltas por la carretera, toquetear todos los botones, admirar todos los acabados... Hora y media después, que ya estábamos en otra provincia, le tuve que decir que se diera la vuelta, que no era plan de acabar cenando en Vigo. Tan contento está que me está haciendo sospechar. ¿No habrá sido él capaz de tirar el árbol y aplastar el coche con el objetivo de comprar otro?

Y mientras mi hijo el mayor venga a preguntar que a dónde se han llevado los bomberos el coche. Por más que le explicamos que ahora tenemos otro, no se baja de la burra. Él quiere el otro.