Pensaba abrir este post comentando la operación de mi padre, que me ha tenido apartada de la vida virtual. Como ya está en casa y recuperándose bien y como desde que nació el bebé no me gusta nada hablar de hospitales y enfermedades, pues lo dejo aquí.
Iba a dedicar este post al primer día de guarde de mi hijo mayor. Hablar de la ilusión de comprar la mochila y el babi, lo mucho que me gusta el centro, lo estupenda que parece su profesora y, sobre todo, de la emoción de ese primer día, de cómo se quedó tan contento jugando con una cocinita que apenas se despidió de nosotros y cuando fui a recogerle estaba más feliz que una perdiz.
Pero en vez de todo eso voy a tener que hablar de otra cosa por la que fácilmente hubiéramos salido en las noticias esta semana, si es que alguna televisión se hubiera enterado (que no fue el caso). El domingo nos fuimos a comer a casa de mi cuñada, que vive en un precioso chalet con un gran jardín en un pueblo perdido de la sierra, de lo más bucólico, donde sus hijos crecen libres y, todo hay que decirlo, un tanto asilvestrados. Para que os hagáis una idea, para mi sobrina lo más divertido es bajar a la ciudad y montarse en metro y mi sobrino mira aterrorizado los ascensores y pregunta que por qué tiene que entrar en un armario que se mueve. A mi hijo mayor le encanta que les visitemos, especialmente desde que a mi sobrina le regalaron en su último cumpleaños una cama elástica que está instalada en el jardín. Para mi hijo eso es lo más: "Mamá, ¿vamos a ver a los primos y saltamos en la lástica?".
Así que allá nos fuimos: comimos estupendamente, los niños se divirtieron mucho y nosotros salimos de la ciudad. Y cuando ya estábamos preparándonos para irnos, escuchamos un sonido fortísimo, como si se hubieran desplomado todos los muebles de la casa a la vez. Corrimos a la parte delantera de la casa y allí estaba: un enorme pino centenario se había caído hacia la calle (afortunadamente vacía), justo, justo, justo... encima de nuestro coche. Se ha quedado hecho un cromo. Como en los dibujos animados. Mi hijo mayor todos los días cuenta en la guarde que se cayó el árbol y el coche de papá está roto y vino el ninonino (traducción: coche de bomberos) y la poli, que cortaron el árbol, pero el coche se quedó roto... Una tragedia para nosotros, que ahora toca pelear con los seguros y buscar coche nuevo, porque lo han declarado siniestro total, y una tragedia para mi hijo, que quería al coche como si fuera un miembro más de la familia y para él ha sido como para otros niños que se muera el perro o el hámster. Y aquí andamos, tratando de hacerle comprender que el coche se ha roto, que no va a volver, pero que compraremos uno nuevo muy bonito y que podrá ayudarnos a elegirlo. Pero creo que pasará tiempo hasta que se reponga del disgusto. Y nosotros también.
Iba a dedicar este post al primer día de guarde de mi hijo mayor. Hablar de la ilusión de comprar la mochila y el babi, lo mucho que me gusta el centro, lo estupenda que parece su profesora y, sobre todo, de la emoción de ese primer día, de cómo se quedó tan contento jugando con una cocinita que apenas se despidió de nosotros y cuando fui a recogerle estaba más feliz que una perdiz.
Pero en vez de todo eso voy a tener que hablar de otra cosa por la que fácilmente hubiéramos salido en las noticias esta semana, si es que alguna televisión se hubiera enterado (que no fue el caso). El domingo nos fuimos a comer a casa de mi cuñada, que vive en un precioso chalet con un gran jardín en un pueblo perdido de la sierra, de lo más bucólico, donde sus hijos crecen libres y, todo hay que decirlo, un tanto asilvestrados. Para que os hagáis una idea, para mi sobrina lo más divertido es bajar a la ciudad y montarse en metro y mi sobrino mira aterrorizado los ascensores y pregunta que por qué tiene que entrar en un armario que se mueve. A mi hijo mayor le encanta que les visitemos, especialmente desde que a mi sobrina le regalaron en su último cumpleaños una cama elástica que está instalada en el jardín. Para mi hijo eso es lo más: "Mamá, ¿vamos a ver a los primos y saltamos en la lástica?".
Así que allá nos fuimos: comimos estupendamente, los niños se divirtieron mucho y nosotros salimos de la ciudad. Y cuando ya estábamos preparándonos para irnos, escuchamos un sonido fortísimo, como si se hubieran desplomado todos los muebles de la casa a la vez. Corrimos a la parte delantera de la casa y allí estaba: un enorme pino centenario se había caído hacia la calle (afortunadamente vacía), justo, justo, justo... encima de nuestro coche. Se ha quedado hecho un cromo. Como en los dibujos animados. Mi hijo mayor todos los días cuenta en la guarde que se cayó el árbol y el coche de papá está roto y vino el ninonino (traducción: coche de bomberos) y la poli, que cortaron el árbol, pero el coche se quedó roto... Una tragedia para nosotros, que ahora toca pelear con los seguros y buscar coche nuevo, porque lo han declarado siniestro total, y una tragedia para mi hijo, que quería al coche como si fuera un miembro más de la familia y para él ha sido como para otros niños que se muera el perro o el hámster. Y aquí andamos, tratando de hacerle comprender que el coche se ha roto, que no va a volver, pero que compraremos uno nuevo muy bonito y que podrá ayudarnos a elegirlo. Pero creo que pasará tiempo hasta que se reponga del disgusto. Y nosotros también.