Imagínense la escena. Una playa del Mediterráneo atestada de bañistas, la mayoría familias con niños y personas mayores. En la orilla chapotea un niño de dos años, muy mono y con cara de no haber roto un plato en su vida. Y, de repente, el niño empieza a gritar "¡se me han roto los huevos, se me han roto los huevos!" Sí, es mi hijo. Sí, yo soy la mujer que le persigue, colorada como un tomate, chistándole para que baje la voz. Y así llevamos todas las vacaciones.
Pues no. Mi hijo no es un malhablado. Debemos remontarnos a la semana antes de venirnos a la playa. Yo estaba sacando la compra, con el mayor enredando en la cocina, y ¿adivinan lo que pasó? Pues que se me cayeron dos huevos al suelo, mi hijo preguntó "¿qué pasa, mamá?" y yo respondí "nada, hijo, que se me han roto los huevos", mientras recogía el estropicio. Y eso es todo. El segundo día de vacaciones nos pusimos a jugar a la compra. Yo le decía lo que necesitaba y él fingía que iba al súper y al volver me enseñaba lo que había comprado: pan, salchichas, chocolate, tomates, patatas... y, de pronto, se puso a gritar desesperado: "¡Oh, no! ¡Se me han roto los huevos!" Me hizo tanta gracia el realismo de su interpretación que me eché a reír. Craso error. Ahora le da por gritar la frase en cualquier momento. Y, la verdad, es que suena fatal, aunque el niño no lo sepa.
P.D.: Tal vez en otro post cuente por qué mi hijo se ha pasado todo el invierno gritando "¡capullo!" por culpa de Pocoyó.
Pues no. Mi hijo no es un malhablado. Debemos remontarnos a la semana antes de venirnos a la playa. Yo estaba sacando la compra, con el mayor enredando en la cocina, y ¿adivinan lo que pasó? Pues que se me cayeron dos huevos al suelo, mi hijo preguntó "¿qué pasa, mamá?" y yo respondí "nada, hijo, que se me han roto los huevos", mientras recogía el estropicio. Y eso es todo. El segundo día de vacaciones nos pusimos a jugar a la compra. Yo le decía lo que necesitaba y él fingía que iba al súper y al volver me enseñaba lo que había comprado: pan, salchichas, chocolate, tomates, patatas... y, de pronto, se puso a gritar desesperado: "¡Oh, no! ¡Se me han roto los huevos!" Me hizo tanta gracia el realismo de su interpretación que me eché a reír. Craso error. Ahora le da por gritar la frase en cualquier momento. Y, la verdad, es que suena fatal, aunque el niño no lo sepa.
P.D.: Tal vez en otro post cuente por qué mi hijo se ha pasado todo el invierno gritando "¡capullo!" por culpa de Pocoyó.