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Una historia de amor

Ya estamos casi en San Valentín y este año quería celebrarlo con un post muy especial. Pensaba compartir con vosotros mi historia de amor, pero cuando lo estaba escribiendo, he cambiado de idea y he decidido contar otra historia, a la que el tiempo y la memoria amenazan con enterrarla en el pozo del olvido: la historia de mis abuelos. No es una historia épica, de esas que dan pie a novelas y películas, pero yo quiero dedicarle un pequeño rincón, aquí en mi blog. Para recuperar a mis abuelos durante un rato, para compartir su historia con vosotros y, sobre todo, para mí misma. Para hacer ejercicio de memoria y no olvidar del todo una historia que me fue repetida mil veces en mi infancia y que dudo mucho que a interese demasiado a la siguiente generación.

 
Mi abuela murió hace diez años, envuelta en la niebla del Alzheimer, incapaz de reconocer a sus seres queridos y, por supuesto, incapaz de recordar al que fue su marido. Mi abuelo había fallecido cuando yo era muy pequeña, así que sólo le he conocido a través de recuerdos ajenos. Mi padre y mi tía, claro, pero, sobre todo, de mi abuela, que siempre profesó amor y admiración por el que fue su compañero durante casi cuarenta años. Sus recuerdos eran siempre alegres. Nunca lloraba ni se entristecía al hablar de él. Mi abuelo tenía un sentido del humor muy especial y mi abuela contaba cientos de anécdotas divertidas y cariñosas.
 
 
 
Mis abuelos se conocieron en un autobús. ¿O era un tranvía? Pese haber oído esta historia mil veces, empiezo a olvidar los detalles y de ahí que haya decidido escribirla. Tampoco recuerdo el año, tan sólo sé que sucedió en la segunda mitad de los años 40. Mi abuela era una chica inusualmente alta para la época. No en vano, tal como nos decía a menudo, era la nieta de la mujer más alta de Santander, tan alta que siempre llamaba la atención en el paseo marítimo. Aunque mi abuela había nacido en Madrid, provenía de una familia bien de Santander, aunque para la época de esta historia lo habían perdido todo. La guerra y la muerte de mi bisabuelo, sostén de la familia, les dejaron en la ruina. Mi bisabuela, que como la mayoría de las mujeres de su clase no había sido educada para trabajar, se vio sola en Madrid con cinco niños y sin saber hacer nada más que tocar el piano y hablar francés. No parecen conocimientos muy útiles, pero ella supo sacarles provecho y entre clases de piano y traducciones fue sacando adelante a sus hijos. El mayor, en cuanto tuvo edad, empezó a trabajar en Correos y mi abuela, la segunda, que tenía gran habilidad para todo lo que tuviera que ver con la costura, empezó a dar clases de costura en un colegio para niñas, aunque carecía de vocación docente.
 
Mi memoria funciona en círculos. Quería contar la historia de amor de mis abuelos, pero no puedo evitar que se cuelen otros recuerdos que permiten situarles un poco mejor. Mi abuelo, de familia madrileña, acababa de dejar un empleo estable y gris para dedicarse a su auténtica vocación: para horror de su madre, quería ser escritor. Nadie creyó que pudiera ganarse así la vida, mantenerse y encima sacar adelante una familia. Pero lo cierto es que, como demostraría el tiempo, lo hizo. Mi abuela siempre dijo que él se definía como un escritor profesional. Lo que más le gustaba era escribir obras de teatro, pero su sentido de la subsistencia le hizo aceptar cualquier trabajo relacionado con la escritura que le saliera al paso. Logró un empleo estable como guionista en Radio Nacional de España y lo compaginaba con otros muchos escritos. No, no busquéis su nombre en los manuales de Literatura. Guiones de radio, novelas del oeste y novelas rosas bajo seudónimo, guías de viaje, cuentos infantiles, obras de teatro para niños y para adultos... Mi abuela decía con gran misterio que también había trabajado como negro y que, en realidad, él era el autor de obras de algún escritor relevante. Nunca dijo nombres y jamás llegué a creerme esa historia, porque conociendo el sentido del humor de mi abuelo y la candidez de mi abuela, probablemente no fuera cierto.
 
Pero todo eso fue mucho después. En el tiempo de esta historia, mis abuelos eran dos jóvenes, ambos niños de la guerra, ambos huérfanos de padre y ambos luchando por salir adelante en un mundo difícil. Mi abuela, como contaba al principio, era una joven alta y delgada, guapa y, sobre todo, pese a sus ropas sencillas, de porte muy elegante. Mi abuelo era un hombre corriente: bajito, moreno y de aspecto agradable. Ella era alegre, presumida y amable; él era inteligente, divertido y seguro de sí mismo.
 
Aquella tarde mi abuela y su hermana pequeña se dirigían a visitar a sus tíos en el autobús (¿o era en tranvía?). Su tío había sido un periodista y escritor de cierto renombre tiempo atrás, aunque ya estaba retirado. Subieron las dos al autobús-tranvía y, cuando el cobrador pasó por su lado y ellas quisieron pagar su billete, el cobrador les indicó que un joven ya había pagado por ellas. Era mi abuelo, claro. En las películas americanas, los hombres  suelen invitar a las mujeres a una copa, pero en el Madrid de los años 40 mi abuelo invitó a su futura mujer al billete de autobús.  Se había enamorado de ella nada más verla subir al vehículo.
 
Mi abuela agradeció la invitación con gesto serio y luego no le dirigió ni un sola mirada. De hecho, permaneció mirando por la ventanilla sin moverse, mientras mandaba callar a su hermana, fingiéndose escandalizada por el atrevimiento de aquel desconocido. Su hermana pequeña, apenas una adolescente, no hacía más que echar miradas y risas a mi abuelo, que viajaba en compañía de un amigo, y de incordiar a mi abuela para que le hiciese caso. Mi abuelo debió de decirles alguna cosa, pero mi abuela no respondió ni permitió a su hermana que le contestara. Cuando llegaron a su destino, las dos chicas se bajaron y ellos las siguieron. La pequeña estaba muerta de la risa, pero mi abuela muy seria, hizo como si no se diera cuenta y entraron en la casa de sus tíos.
 
Mi abuelo se quedó en el portal y preguntó al portero. Así supo el nombre de mi tío y se llevó una gran alegría, porque era un viejo conocido de su familia al que él había acudido en alguna ocasión para pedirle consejo  en su recién comenzada carrera de escritor. Así que se marchó más contento que unas pascuas.
 
Unos días después, mi abuela recibió una enigmática nota sin firma, que más parecía una adivinanza. Ella se sabía de memoria el contenido de aquella nota y la recitaba a menudo, pero yo no me acuerdo de las palabras textuales. Venía a decir algo así como que él, mi abuelo, se había enamorado de mi abuela y que había averiguado su identidad y que si ella estaba interesada en él, no tenía más que preguntar a su tío, que él le diría quién era y podría confirmar sus buenas intenciones. Todo con un lenguaje muy misterioso, pero con mucho humor. A pesar de que estaba sin firmar, mi abuela sabía que era de aquel chico del autobús-tranvía. Si mi abuelo se enamoró en aquel autobús, mi abuela lo hizo con aquella nota que tanto la hizo reír, algo que mi abuelo conseguiría siempre.
 
A mi abuela le faltó tiempo para ir corriendo a casa de sus tíos a hacer las averiguaciones pertinentes. Mis tíos, a los que mi abuelo había visitado previamente, hablaron maravillas del joven y se ofrecieron a organizar una merienda para que pudieran conocerse. Así lo hicieron. Él apareció con su mejor traje y ella se había peinado imitando el estilo de Greta Garbo (creo que era la Garbo, si no sería otra sofisticada estrella de cine, porque a mi abuela le gustaba mucho el cine y la moda) y casi sin darse cuenta empezaron su noviazgo.
 
Se casaron dos años después. Me gustaría deciros que fue una boda feliz, pero en realidad fue una ceremonia triste. Mi abuela, que siempre pensó que nada podía ser peor que la guerra, se vio sacudida en un sólo año por una cadena de desgracias. En tan sólo unos meses fallecieron su madre, su hermano mayor y su adorada hermana pequeña. La fecha de la boda estaba fijada desde hacía tiempo y mi bisabuela, en su lecho de muerte, les pidió que no la cancelaran y que se olvidaran del luto. Ya habían sufrido bastantes penas y creía que los jóvenes se merecían empezar a ser felices. Cumplieron sus deseos y se casaron en la fecha fijada, pero mi abuela lo hizo con un gran peso en el corazón. Pese a ese triste comienzo, fue un matrimonio feliz. Todos los que les conocieron -y cada vez quedan menos- aseguran que siempre parecieron muy enamorados, no como esas parejas que con el paso del tiempo van perdiendo chispa. De hecho, fue un amor que sobrevivió tras la muerte de él, ya que mi abuela le quiso hasta el final, cuando las brumas del Alzheimer se llevaron a mi abuelo para siempre.
 
Si habéis llegado hasta aquí, os agradezco el tiempo que habéis dedicado en conocer esta historia, que, como os decía, no tiene ninguna épica, pero me apetecía mucho ponerla por escrito. Me ha quedado un poco larga, pero creo que no voy a borrar ni una coma. ¿Conocéis las historias de amor de vuestros abuelos? ¿Os gustaría contarla?

¡Feliz San Valentín!

 
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