Ir al contenido principal

La alegría de la casa

Mi hijo pequeño ha cumplido un año esta semana. ¡Qué momento tan feliz es éste para las familias! Pues en mi casa es doblemente feliz. Hace exactamente un año, en este mismo instante, mi marido y yo estábamos frente a una incubadora, aterrados y confusos, sin saber si nuestro bebé sobreviviría. Cada vez que nuestro hijo sufría una parada cardiorrespiratoria, nos rompíamos aún más por dentro. Y, un año después, estamos ocupados en soplar velas y abrir regalos como cualquier familia. Como si aquella pesadilla jamás hubiera sucedido. Aún no ha alcanzado el peso ni el desarrollo motor adecuado a su edad y andamos liados con rehabilitación y pruebas auditivas que no llegan a dar buen resultado. Pero todo eso son ya cuestiones menores, que sabemos que se irán resolviendo con el tiempo. Por eso hoy no voy a escribir más sobre dolores y tristezas pasadas, sino por toda la felicidad que sentimos ahora. Porque es tiempo de celebración.

Fuente: Pixabay


Mi hijo pequeño es, como digo en el título, la alegría de la casa. Literalmente. No sólo por la alegría que nos da tenerlo con nosotros, sino porque es el niño más sonriente y feliz que he conocido. Es simpático con todo el mundo, se ríe por todo y parece dispuesto a aprovechar cada instante de la vida. Tal vez sabe ya (los niños son muy sabios) que en su caso la vida es un regalo por haber nacido en el siglo XXI.

Mi bebé aún no se pone en pie ni dice palabras, pero repta por toda la casa (especialmente por los rincones más difíciles) y ha empezado a dar largos discursos en su idioma. Cuando duerme, se cubre los ojitos con el dorso de las manos. Le encanta derribar las torres que construye su hermano, examina alucinado todas las lámparas de techo que se cruzan en su camino, se mete todo lo que encuentra en la boca, come con un hambre voraz y lo que más le apetece es lo que encuentra en plato ajeno. Enloquece con los espejos, pasa de la tele, es adicto al chupete, odia que le limpien (la cara, la nariz...) pero disfruta del baño. Duerme doce horas del tirón desde que tenía cuatro meses, pero sus siestas son breves. El pelo le crece a una velocidad de vértigo, excepto en una considerable calva en la nuca, marca de haber estado tanto tiempo tumbado con el respirador.

Le encanta sacar los libros de la estantería y esparcirlos por el suelo, beber zumo de naranja del vaso de mamá, se calma con You'll be mine, una canción de The Pierces que solía cantar cuando estaba embarazada. Se pone loco de contento cuando su papá vuelve a casa. Adora a su hermano mayor, y le sigue reptando por toda la casa. A veces le da un poco de miedo (porque hasta no hace mucho, cuando nos despistábamos, le pegaba. Ay, los celos), pero cada vez les gusta más jugar juntos y les oigo reírse a carcajadas... y pelear por los mismos juguetes, claro. Pero le quiere tanto que estoy convencida que la primera palabra que va a decir no es "papá" ni "mamá", sino el nombre de su hermano.

Es muy chicazo: mientras mi hijo mayor pasa horas entretenido con la cocinita, a él le fascinan los coches y las pelotas y le gusta jugar a lo bruto. En cuanto oye música, se mueve contento siguiendo el ritmo. Le encanta jugar a montar en caballito y ahora ha descubierto que no necesita a ningún adulto, porque puede cabalgar él solito en su trona. Es cabezota y más duro que las piedras, pero si no fuera por eso tal vez no habría salido adelante.

Podría seguir hablando de mi pequeño sin parar. Es algo que nos pasa a todas las madres, ¿verdad? Así que mejor lo dejo aquí (por el momento, claro, que seguiré escribiendo sobre él todo lo que pueda).

¡Felicidades, chiquitín!